Esta historia forma parte de los recuerdos hermosos que enmarcan la gestación del XXXIII Latinoamericano de Neurocirugía y que anticipan su éxito. Yolanda, la desempleada que llegó en forma accidental al sitio ideal cuando se padece de un tumor en el cerebro, la Asociación Colombiana de Neurocirugía (ACN).
Para Dorita, la secretaria de toda la vida de la Asociación Colombiana de Neurocirugía, ese lunes su jornada laboral arrancó en la estación de Transmilenio (el sistema de transporte masivo de Bogotá, que por su gran demanda ha sido llamado “transmilleno”). Mientras recorría en el bus las calles de la capital de Colombia, pensaba en todas las actividades que debía desarrollar la semana que apenas comenzaba, y deseaba que los días en la agitada ciudad tuviesen, como en los pueblos caribeños, 48 horas.
En primer lugar, era imperativo conseguir una asistente que le ayudara en el aseo de las oficinas y en la atención de los miembros de la junta directiva de la Asociación que, sin contar con recursos, pero que, con el entusiasmo y las ganas propias de los emprendedores, se habían comprometido en la organización del Congreso latinoamericano de neurocirugía.
Dorita confiaba en que la administradora del edificio hubiese podido convocar a algunas aspirantes para entrevistarlas. Tan pronto entró a sus instalaciones, se topó con varias miradas ansiosas por conseguir trabajo, entre esas, la de Yolanda.
Yolanda estaba junto a la mesa de la recepción y enseguida captó la atención de Dorita. Se trataba de una mujer pequeña, de mediana edad, y con la mirada inmensamente triste que produce el desempleo. No tener ingresos, pero ser cabeza de hogar en una ciudad tan agitada con la gran responsabilidad que implica criar a dos hijas es todo un reto de supervivencia.
La entrevista fue corta, la decisión rápida. Las credenciales y recomendaciones que mostraban su hoja de vida, así lo permitieron. De manera que Yolanda ingresó como auxiliar temporal de aseo en la Asociación Colombiana de Neurocirugía. Aunque no entendía qué era eso, puso su empeño para hacer bien las labores en su nuevo empleo. Tres días a la semana, adonde unos doctores llegaban a hablar de cosas que no comprendía.
El nuevo trabajo le permitía prolongar la existencia, extender la cobertura de seguridad social, y especialmente el subsidio en salud, pues solo le quedaban dos semanas de cobertura y había que hacer toda esa larga fila y trámites tediosos e interminables para conseguirla de nuevo.
Luego de dos semanas, Yolanda ya se sentía adaptada al trabajo y entendía un poco más de qué se trataba esto de la “neurocirugía”: algunos doctores que abren la cabeza y operan la columna, les decía a sus hijas cuando llegaba a su casa al atardecer.
Un día se asustó cuando, después de brindarles café y agua a los miembros de la junta de la asociación reunidos en el salón, alcanzó a escuchar que, después de haberse retirado, dos de los doctores hablaban de ella. El más joven, el Dr. Becerra, le preguntaba al Dr. Burgos: “Profe, ¿usted no notó nada raro en Yolanda?” De inmediato el Dr. Burgos la llamó y Yolanda sintió la mirada escrutadora de los dos especialistas, que le preguntaron: ¿Desde cuándo tiene las manos así? No entendió la pregunta inicialmente, y pensó que sería despedida. Alcanzó a decir en voz baja que los dedos de las manos le habían crecido y ya no podía utilizar la argolla que su marido, antes de abandonarla, le había regalado. Igualmente les contó que los dedos de los pies le dolían, pues los zapatos le quedaban apretados y debía hacer un esfuerzo enorme, debido a que la fatiga y el cansancio se apoderaban de ella con frecuencia durante el día. “La falta de comer por la tarde”, le diagnosticaba su vecina.
El susto de Yolanda creció cuando los especialistas le preguntaron si veía bien o estaba viendo doble. “Yo puedo seguir trabajando así, y claro que veo bien”, se defendió.
Lo que pasó en los días siguientes no lo recuerda con precisión; fue al consultorio del Dr. Burgos, quien llamó a otros colegas para que le practicaran muy rápido todos los exámenes, pues Yolanda solo estaba asegurada en salud por dos semanas más. El tiempo corría rápido y era necesario hacerle el diagnóstico de lo que le había deformado la cara y agrandado las manos y los pies.
Un tumor en la hipófisis, le anunciaron pocos días después sus doctores. La hipófisis, señalaron, está sentada como una matrona ordenando y mandando funciones en un sitio que los médicos llaman “la silla turca”. Es un punto imaginario donde se cruza una línea que sale de entre los ojos con otra que va de oreja a oreja. Ese frijolito que controla muchas de las funciones, tenía un tumor que la mantenía cansada y fatigada. Lo peor: había que operar y, para llegar hasta allá, el mejor camino era la nariz. Difícil para Yolanda entender todas esas cosas, así que a rezarle al Divino Niño de la Iglesia del 20 de Julio (a la que acuden los devotos de Colombia para hacer sus peticiones y rezar), y dejar que estos dos doctores que, a pesar de estar preocupados eran optimistas, hicieran su oficio.
No comprendía por qué todo había sido relativamente fácil. Llegó a la clínica, la atendieron como a una persona conocida y con gran afecto las monjitas rezaron con ella; las enfermeras, cariñosas, le explicaron en qué consistía la cirugía, y el doctor de la nariz, sonriente, le comentó que esta le quedaría “un poquito respingada” (“como la de Dorita”, pensó). Un médico joven y alegre que ayudaba a sus doctores se encargó de todos los exámenes y la ingresó al quirófano. Entre nubarrones, recuerda los ojos de quienes la operaron y, cuando se despertó, notó que no podía respirar por cuenta de unos algodones que le taponaban las fosas nasales, y se sintió aturdida por los ruidos y el timbre de los aparatos a los que la tenían conectada.
Los primeros días, ¡qué sed! El agua se le antojaba tan necesaria como el trabajo, y no podía dejar de beber, tras lo cual, de inmediato, debía orinar. Su orina no tenía ningún color y se asustó: ¿será que a todas las personas a las que les operan la hipófisis orinan tanto?, se preguntaba.
Empezó a notar los cambios en su fisonomía, y ocho días luego de la intervención, le dijo al Dr. Burgos, con los ojos iluminados por la gratitud: “Doctor, ¿se fija cómo estoy de bonita?”.
Sus dos complicaciones se resolvieron; la presión arterial y el azúcar se normalizaron y ahora solo quedaba esa medicina tan cara que debía aspirar una vez al día para regresarle a la orina su color característico… ¿Será que con los adelantos de la ciencia ya descubrieron remedios que desde la nariz colorean la orina?
Más ayuda
Para Margarita María, esa tarde era crucial; después de dos cirugías cerebrales, estaba ansiosa por saber cuál era la situación de su tumor y, aunque confiaba plenamente en su médico, no estaría tranquila hasta escuchar los resultados del examen de resonancia nuclear magnética del cerebro.
Durante tres meses se había preparado “mental y espiritualmente” para hacerse este examen y escuchar el veredicto. Una vez llegaba a la sala de RX la invadía el miedo, regresaba a su casa, y durante noches no dormía pensando en sus pequeños hijos que la necesitaban. Fueron necesarios tres meses de tomar antidepresivos para reforzar el valor que se requiere ante ese fiscal de imágenes posquirúrgicas.
Entró temblando al consultorio, al tiempo que adivinaba en el rostro satisfecho de su cirujano, una buena noticia. Ya él conocía el resultado, y en forma escueta le anunció: “Todo perfecto, no hay ningún problema”.
No se sorprendió cuando el Dr. Burgos añadió: “Tengo la persona que necesito que ayude este año” (cada año, después de su operación en 1988, Margarita María le pedía a su cirujano que le informara la situación de algún paciente que pudiera necesitar su ayuda). Así llegó a Yolanda, a quien principió a darle un aporte económico mensual para que pudiera cumplir con el pago de un seguro médico independiente y, de esa manera, acceder a los cuidados posquirúrgicos que requería.
Pensó en sus hijos y en los de Yolanda, en cómo sus vidas estaban unidas por un tumor cerebral, y dio gracias al Cielo por haberle brindado una tercera oportunidad de vivir y, sobre todo, porque le seguía permitiendo conjugar, en silencio y con toda la pasión, el verbo “Dar”.