Querida familia y amigos:
Antes de empezar, cómo no recordar a los tíos ausentes:
Antes de empezar, cómo no recordar a los tíos ausentes:
Mi tía Tina: la dulce niña que pagó con su vida el precio de la maternidad.
Padrino Tico: único, creativo, irrepetible.
Tío Mono: el compañero de los cuentos inolvidables.
Tía Jose: la de las hermosas manos, la artista de finos pinceles.
Tío Hugo: a pesar de su enfermedad: generoso y familiar.
Antes de llegar a la Iglesia, le pedí a María Stella que me pasara por la Casa Espriella. Recorrí sus andenes, contemplé su terraza, no pude entrar. Me traje entonces los paisajes dibujados con el pincel feliz de la infancia. La sala grande, el patio interno del Corazón de Jesús. La mecedera y mi abuela, a su lado; los grandes tanques de reserva de agua para el verano, símbolo de su monedero generoso. Me traje el recuerdo de los sabores con los cuales crecimos y que nos alimentan el alma: el café terciao, el ñame con suero, el bistec insuperable de Mercedes Guzmán… También la imagen imponente y elegante del Abuelo Canoso, de lentes gruesos y lino blanco. Su sola presencia era sinónimo de distinción, nobleza y señorío. Nuestro abuelo, Miguel Francisco de la Espriella Godín.
Empezó a ejercer en 1925 y durante las tres primeras décadas de su ejercicio no existía hospital en Sahagún, entonces una aldea de 3.000 habitantes cuya expectativa de vida no superaba los treinta años. Era el médico que todas las tardes saludaba de casa en casa a sus pacientes. Más que curar, visitaba a los enfermos para acompañar a los familiares y llevar consuelo en la desgracia de enfermedades que en esa época era incurables.
Sin embargo el hijo del boticario había aprendido esa mezcla de preparados que sus padres le habían enseñado y que la Facultad de Medicina de la Universidad de Cartagena había depurado. Los conocimientos de farmacología y bioquímica escaseaban, pero abundaban los manuales de medicina casera. Sus remedios tenían un ingrediente propio: sentimientos de solidaridad, generosidad y compasión que adornaban el quehacer de quien era el médico de la familia.
Qué falta nos hace hoy en nuestro sistema de salud el Médico Familiar, el que acompaña y aconseja con desprendimiento franciscano. Ese en quien su comunidad confía y que desarrolla una labor tan dadivosa, que se convierte en el guía, el líder comunitario y el político respetado, justo como lo fue nuestro abuelo: La medicina para él fue un apostolado.
Cada vez que leo El amor en los tiempos del cólera, uno de mis libros preferidos, de inmediato relaciono a Juvenal Urbino con mi abuelo. Las visitas vespertinas, el agudo ojo clínico, el sentido común y, especialmente en ese tiempo, ir de la mano de la naturaleza en los tratamientos de la época.
El suceso de Rodrigo solo puede ocurrir en el realismo mágico de un pueblo como este, donde un caballo desbocado lastima a un niño lanzándolo a un bloque de hielo cuyo contragolpe le ocasiona un TCE severo. Sin TAC o Resonancia, sin cuidados intensivos o monitores de presión… ¿Cómo lo superó Rodrigo? Por el consejo inteligente de nuestro abuelo, quien le sugirió a nuestro padre no moverlo y dejarlo en reposo. La eficacia de las pequeñas grandes cosas; hoy el reposo (coma farmacológico inducido), es estándar de tratamiento en un TCE severo. Así era su ojo predictivo.
Algo íntimo voy a confesarles: en mi consultorio tengo una pequeña caja de madera, marcada por mi Abuelo, con un par de instrumentos de la época. En los días espinosos del ejercicio, cuando debo llegar hasta lo más profundo del ser humano, y el quehacer del cirujano alcanza su más alto reto, contemplo esa pequeña caja y la acaricio. Ustedes no alcanzan a imaginarse el significado de este contacto. Es como si una fuerza vital enfocara y orientara mis ojos; es como si bendijera y guiara mis manos…
Hoy por fin encontré la palabra esquiva para explicar ese acercamiento: Inspiración. Es la inspiración que el cirujano de la vida, que es mi especialidad, necesita para proteger a sus pacientes. En las salas de cirugía moderna hay luces características que desde el techo bajan y permiten la visión del campo quirúrgico. Cuando entro a salas de cirugía, lo sé, mi abuelo y mi padre, médicos, son esa luz cielítica. La fuente de inspiración que ha iluminado las más complejas cirugías realizadas en estos 31 años de envejecer en el quirófano.
Me falta hablar del caballero y su pulcritud; de la etiqueta en su comportamiento; del hombre y sus debilidades. Como Juvenal Urbino, se acompañaba de su cochero cómplice (Álvaro, su celestino de Sahagún), quien distraído estacionaba el carruaje mientras él corría aprisa para apaciguar su fogosa pasión por la mestiza.
A la hora del almuerzo familiar hablaremos de sus gustos: el dulce hecho con guayabas seleccionadas y preparado para él por la particular Marta Espriella. Del champagne y los cubitos de azúcar traídos de Panamá. De su devoción por los gallos finos cuya casta y valentía eran análogos de su apellido… Del azar y la ruleta; de aquella bolita de marfil caprichosa que antes de comer les mostraba a sus nietos…
Qué decir del político impoluto, firme en sus convicciones, respetuoso de sus oponentes y desafiante con la naturaleza: “Te acabaste Carranzo con el Partido Liberal”. Del recinto del Concejo a la terraza de la Casa Espriella, de la mano de su yerno y cumpliendo la sentencia de Mariano Ospina: “La política es efímera y la familia perenne”.
En fin, del ser humano integral, del hombre bueno y sus diversas facetas. Ese que el día de su entierro, como bellamente escribió conmovido el Doctor Rafael Muñoz: “Hizo llorar a su pueblo”.
Hoy me siento invadido por emociones, imágenes y recuerdos, todos cargados de una inmensa nostalgia. La palabra nostalgia se nutre, en su raíz griega, de nostos, que viene de nesthai (regreso, volver a casa), y de algos (sufrimiento). Podría definirse entonces la nostalgia como el sufrimiento causado por el deseo incumplido de regresar.
Hay diversas formas de nostalgia. La que arde, quema y duele. La que nos mantiene en el pasado y nos ata sin dejarnos vivir el presente. Y la de hoy, la que vivimos hoy: la nostalgia dulce de los recuerdos.
Finalizo esta oración con esta metáfora escrita por Homero en la Ilíada sobre el viaje de retorno de Ulises a Ítaca. Cada vez que la leo me recuerda a mi madre, Carmen Alicia, quien la ha practicado toda su vida y nos la ha enseñado con su ejemplo. Fue una larga travesía de diez años para llegar a casa. Vivir se compara con este largo viaje de Ulises; lleno de problemas, triunfos, derrotas, infortunios.
Y el individuo va viajando o viviendo con la idea de volver a casa donde están acumulados los recuerdos más lindos de su niñez. Regresar y reencontrarse consigo mismo, con sus memorias. Es la aspiración de todo ser humano: regresar a casa. Hoy, al igual que ustedes, me he reencontrado con mis recuerdos. La Casa Espriella, como Ulises cuando llegó a su hogar en Ítaca, le permite descubrir el tesoro más grande que anhela un ser humano: su paz interior. Esta paz interior solo es posible cuando se mantiene encendido el afecto y la gratitud a los abuelos y el cariño perdurable de la llama de la consanguinidad que une a su descendencia.