Múltiples estudios científicos han comprobado el efecto benéfico que tiene la música sobre nuestro cerebro. Es un estimulante para el circuito de recompensa e inunda de dopamina, ese deslizante del optimismo, todas sus áreas.La música es un motor del aprendizaje; inclusive desde que el feto está en gestación, los estímulos auditivos proveniente de su madre facilitan su desarrollo psicomotor. Minimiza el estrés, reduce la tensión, fortalece el sistema inmunológico… No existe un área del cerebro y sus circuitos de integración que no responda a las notas musicales.
Quizá el aspecto más interesante es su efecto sobre las emociones. La música y su melodía llegan al cerebro, recorren todos sus vericuetos, los integra y en compas armónico es quizá el gran animador emocional. Le da fuerza a la pasión. Un ejemplo parroquial es el ritual que Miguel Happy Lora hacía previo a los combates. En su camerino, luego de la fase de concentración y meditación, solicitaba que, mientras se dirigía al ring, le tocaran María varilla, el emblemático porro, considerado el himno de su natal de Córdoba. Caminando hacia el combate evocaba la madrugada cuando al unísono las treinta bandas pelayeras lo entonaban anunciando que iniciaba el Festival Nacional del Porro en San Pelayo.
Cohesión social e integración neuronal, expresión de música y baile. San Pelayo, al igual que Happy Lora, despertaban alegres. Su cerebro se inundaba de recuerdos y compromiso. La motivación, la valentía y los anhelos de triunfo transformaban el reto del combate. Los golpes no dolían, las cejas heridas no sangraban, los labios de trompetista no importaban, y cada puñetazo llevaba en su impulso una nota victoriosa del Sinú. María varilla en nuestro campeón era una comparsa de endorfinas.
La tradición celosa de sus raíces ha querido proteger al porro; el folclor le entregó alma del Sinú y la naturaleza le dio cuerpo. Entre canoas y casabe surge la campesina de las caderas rítmicas y acompasadas. La flaca y larga sinuana, con su trenza hasta el sacro, de caderas mágicas y pelvis armoniosa que con su cadencia y movimientos hechizaba. La hipnosis del bombardino en el elegante meneo de las caderas.
La educación musical de María varilla se inculca desde la infancia y se confunde con el kínder del realismo mágico de nuestra región. Nativa de Ciénaga de Oro, su madre vivía de las ventas de café con leche y galletas de limón. El mejor mercado eran los velorios bailables, únicos del siglo pasado. La nostalgia del finado la subrayaba la plañidera, en la noche los cuentos de la región y el remate con la banda papayera, que integrada por los vecinos endulzaba con los aires autóctonos el dolor de la familia: la música y la elaboración del duelo, psiquiatras desde la antigüedad.
El ritmo y el oído de María varilla se entrenaron debajo de la mesa de venta de los productos típicos; desde allí adormitada aprendía los pasos uniformes de los familiares tristes que bailaban en círculo para alejar la pena. Como el porro cantado, el amor golpea el pecho de María varilla. La maternidad esquiva no la acompaña y para hacerle honor al marido fugado se queda con su apellido (Barilla), que cambia ligeramente a “varilla”. Han discutido los estudiosos de nuestra tradición la vida afectiva de María varilla. Unos la califican de incontables novios. Otros, de legendaria lealtad marcando diferencias entre la alegría y la fidelidad. No fue mujer de músicos o querida de ganadero; su marido fue el folclor.
Interesantes son las apuestas sociológicas por María varilla, las cuales confunden el mito. Su valor social también se discute: de empleada de finca de blancos ricos a defensora de los casi nulos derechos sociales de la mujer de principios del siglo XX. Se dice que llevaba consuelo a los enfermos y la leyenda crece. Se afirma que esta Policarpa Salavarrieta de nuestras sabanas era revolucionarla y mujer sin prejuicios. Lo único cierto es que contribuyó con lujo a difundir el baile autóctono de la región y se convirtió, por su gracia, elegancia, y particular movimiento y ritmo de sus caderas al bailar el porro, en símbolo cultural de varias generaciones de cordobeses.
En nuestros campos del Viejo Bolívar, nace una mata silvestre que, cuando se roza vestido, se pega firmemente a la ropa. Es distintivo de adherencia a las costumbres y exalta los vínculos que el provinciano tiene con sus raíces y sus ancestros. El cadillo, talismán del corroncho (dice Juan Gossain: “campesino sano, bueno, puro e ingenuo”).
Pero hay cadillos del alma, los que nos emocionan y nos inspiran. Los que rescatan las últimas fuerzas en la lucha, nos obligan a seguir y a no ceder en la batalla. Determinantes del triunfo, nos alzan de las penas. La música y su baile les dan identidad a los cordobeses y cosechan la esperanza de un sueño colectivo de región.
María varilla, el porro y su leyenda, nuestro cadillo cultural.