Jorge Oñate

Un par de semanas antes de su matrimonio hace un año, mi hija María Angélica me informó que debíamos empezar a practicar el baile de la canción que presentaríamos juntos ese día. Sonreí y más bien le hablé de la alegría de su mamá y mía porque ella eligió casarse en la Catedral de Montería. Allí sus padres se habían casado hace 40 años, también un sábado a las 8 p.m. y luego de la ceremonia habían ofrecido una fiesta en el mismo lugar, solo que ahora un poco más fresco, donde ella y su esposo la ofrecerían. Para nosotros fue como revivir la historia de los 80; la prolongación de nuestro matrimonio.

Cuando una hija contrae nupcias, los padres recuerdan momentos especiales de su noviazgo. Cómo se enamoraron, en qué lugares se dieron los primeros besos, quiénes fueron los amigos cómplices… Pero hay algo que les da fuerza y mayor recordación a esos momentos, y ese algo se llama música. En forma de canciones sentidas y de letras, pero, especialmente, de intérpretes.

Elegí bailar con mi hija “Nido de Amor”; después de todo, esa fue la canción con la que María Stella y yo identificamos nuestro noviazgo. Por supuesto no necesitábamos practicarla; parecía que su madre le hubiese transmitido en los genes a María Angélica los pasos del baile. No sé cuántas veces la escuchamos y no sé cuántas veces las lágrimas nos acompañaron en los momentos de las despedidas obligadas durante los cuatro años de amorío.

Por esas coyunturas de mi profesión, un día le conté a Jorge Oñate esta anécdota de mi vida, en la cual esa voz celestial suya dada por la naturaleza y que él cultivó, desempeñó un papel protagónico. Le dije que a veces, en mi interior del cerebro donde está el corazón, intentaba imitar su voz cuando entonaba:

…pero aquí en el alma yo me llevo

el recuerdo eterno de tus besos…

Uno de mis amigos cercanos de la Facultad de Medicina me decía que yo sufría de ecolalia; y como cursábamos la rotación de Psiquiatría, tomaba del pelo diciendo que había que espantar la esquizofrenia del amor. Él padecía la alternancia de la maniacodepresiva. Qué grato cuando el noviazgo hace que las emociones del enamoramiento escondan la razón, y aflore el sentimiento febril que tirita de pasión y que permite unidos la comunión romántica de los enamorados.

Jorge Oñate fue el cantor por excelencia del vallenato que arruga el alma y hace llorar. El que trasciende las notas del acordeón y la picardía de la guacharaca. El que inmortalizó a los cantores y devolvió los juglares que contaban las historias de pueblo en pueblo. El que ensalzó la amistad y en “No voy a Patillal”, me trae la memoria de mi padre, quien se “hacía enterrar” por sus amigos.

Oñate y su voz melodiosa y pura, la de sabor a tierra y a Manaure en el Cantor de Fonseca. El de los reclamos de la Colombia olvidada, a cuya gente sin luz y sin agua, sin salud ni educación, le llevó los rayos de felicidad mostrándole el Lucero Espiritual de Juancho Polo Valencia. Jorge Oñate, el campesino y el ganadero, el soñador iluso que vive de quimeras. Como aquel del lamento borincano que solemnemente sonó en el Campesino Parrandero al son de la caja de la pobreza:

Todo, todo está desierto,

y el pueblo está lleno
de necesidad, sí, de necesidad…

Me había comprometido con Jorge y Nancy a acompañarlos en el Festival Vallenato en su nombre. Más que el tributo al ídolo era el abrazo de gratitud para quien durante décadas fue la voz que logró consolidar las relaciones de muchos enamorados.

Me gustan los colombianos auténticos, orgullosos de sus ancestros, de sus pueblos y sus veredas. Jorge Oñate llevó por el mundo el ADN de La Paz y hoy, desde la tarima celestial, acortará distancia y estará presente con sus canciones.

Descanse en paz Señor Cantor.