El Vallenato

Gabriel García Márquez, nuestro Nobel de Literatura en 1982, describió Cien Años de Soledad como “Un vallenato de 450 páginas”. En una época cuando la base de la comunicación era la tradición oral, y los caminos entre las aldeas eran los cuentos, aparecieron los juglares y compositores de música vallenata. Pasaban por un caserío y se enteraban de un acontecimiento. Le daban ritmo y lo divulgaban cantándolo de pueblo en pueblo para que la tradición oral lo perpetuara. Fueron los cronistas de los sucesos de nuestras comarcas. Fueron la memoria de nuestra identidad.

Para aproximarnos a su origen tenemos que entender su cuna: la costa Caribe colombiana. Esa llanura continental del norte de nuestro país que seductoramente baña el mar Caribe y que la contiene para que no se escape. Los espolones, pintados por Obregón, los imagino azules. La cordillera de Los Andes, la misma esclusa de piedra y tierra que Bolívar conquistó y que recorre toda América Latina, se inclina ante su belleza. Humilde, le rinde pleitesía. Sigue agónica hasta morir en la Sierra Nevada de Santa Marta. Sus dos alfiles, los picos de Colón y Bolívar, saludan su cielo despejado, marino y quieto. Dos ecosistemas nos protegen: el bosque seco y con sed de La Guajira nos aproxima a Venezuela, y la selva húmeda, pantanosa y olvidada de Urabá nos acerca a Panamá. Esta es la región del Caribe donde brota el vallenato.

Encerrar en una zona geográfica estrecha del Caribe su origen resulta egoísta. Sin embargo, los estudiosos consideran que la Antigua Provincia de Padilla (Cesar, La Guajira y parte del Magdalena) es el lugar donde está registrada su partida de nacimiento. Y qué decir de la etimología del término vallenato: fueron los campesinos que atravesando fronteras a lomo de mula, cuando les preguntaban de dónde venían, respondían: “Soy nato del Valle”, que en el facilismo nuestro termina “Soy del valle nato”. O el término coloquial para describir la despigmentación que produce la enfermedad del carate y asociándola con las “ballenas” recién nacidas de varios colores: “ballenatas”. Es quizá ésta la expresión sanitaria de pobreza de los habitantes de las orillas del río Cesar, afectados de la picadura de un insecto, el jején. En fin, como su producción prolija, su nombre es toda una riqueza de múltiples interpretaciones, como la esencia misma de la raíz vallenata.

¿Cómo es la piel del vallenato? Su etnia es la epidermis del Caribe. Los conjuntos que interpretan vallenatos están constituidos por tres instrumentos: el acordeón, la caja y la guacharaca. El acordeón viene desde Austria y los inmigrantes alemanes lo introdujeron de contrabando vía Curazao hasta La Guajira. Este pasaporte saltarín explica la picardía de sus notas. La caja es un instrumento de percusión africana; su vaso se hace de un árbol hueco, duro y consistente, y su techo con cuero templado

de chivo o de venado. La guacharaca, de origen indígena, es un instrumento de fricción elaborado de caña brava con caprichosas ranuras. Hace eco a la naturaleza pura y el sonido recuerda la guacharaca o pava silvestre que melancólica dormitaba en los árboles cansados de nuestras laderas. El acordeón nostálgico interpreta la melodía; la guacharaca marca el ritmo y la caja africana el sabor. Quien contaba las historias era el acordeonero, pero la dinámica del vallenato permitió un cuarto protagonista: el cantante, hoy día figura clave y carismática de nuestra cultura musical.

¿Cuál es la filosofía del vallenato y a quién van dirigidos sus cantos? Recoge sus versos el alma del Caribe y el temperamento alegre y melancólico de su gente. Nuestro humor maniaco-depresivo nos permite “llorar sonriendo”. Le canta a la naturaleza y vibra con el amor. Hablan los conocedores de himnos de guerra que nuestros ancestros lo utilizaron en la época de emancipación y en nuestros conflictos civiles del siglo XIX la memoria colectiva los transformó.

“Este es el amor amor,

el amor que me divierte;

cuando estoy en la batalla,

no me acuerdo de la muerte”.

Le canta a la mujer y le da supremacía coronando a la que se ama:

“Pueden existir más bellas que tú,

pero tú eres la reina”.

Cuentan sus versos la leyenda de la jovencita que se escapó en la madrugada, como “reliquia”, o aquel iluso que el contrabando arruinó. El “tómalo suave” de mi gente caribeña y su inmediatismo descomplicado: “Todo el que tenga sus bienes, que se los goce bastante.” Después de muerto, ¡no hay oportunidad! De las despedidas y del despecho, las opulencias y la pobreza, las alegrías y las penas. De la vida, el péndulo del afecto que nos mueve, y de los tiempos. La música como el licor, pero el ron blanco que sabe a tierra, que recorre nuestras venas y descubre los senderos desconocidos del cerebro, busca y explora, y localiza dónde está el alma para llevarle la esperanza.

La seducción del vallenato se refleja en esta historia. Uno de los más grandes compositores de este género musical fue Leandro Díaz y a quien Alberto Salcedo, con los lentes del realismo mágico, analizó. Campesino y ciego de nacimiento. Su escuela fue la naturaleza y aprendió de tantos tropiezos un camino imaginario por donde ágilmente recorría y cuidaba los cultivos de la pequeña parcela familiar. Entendió el sol por el calor que producía a mediodía, el atardecer por la brisa y la luna por el frio de la madrugada del campo. Se imaginó a la mujer por la voz, la piel y el aroma. Identificaba cuál era bonita, dulce o celosa. Compuso las más bellas melodías y hermosas metáforas. La sonrisa la aprendió de la sabana. Amores imposibles como el de Matilde Lina lo persiguieron, y vallenatos eternos, vistos con sus ojos del alma, lo inmortalizaron. Inspirado en las pupilas de Leandro, Mi diosa coronada, escribió García Márquez mi vallenato preferido: El amor en los tiempos del cólera.