Chester

Por esos negocios que hacían los campesinos de antes, donde la palabra importaba y su valor daba el título de nobleza, llegó Chester a la Ermita, nuestra finca tradicional clavada en el verde azul del fértil Sinú. Carmelo, el capataz ya pensionado y convertido en pequeño agricultor, necesitaba una vaca blanca, grande y lechera. Mi Padre –su antiguo patrono y consejero– requería de un caballo “manso con brío” para recorrer todos los domingos el pedazo de tierra heredada que había quedado. Allí, tres generaciones anteriores a la de su padre habían crecido en unos de los latifundios más importantes del Viejo Bolívar, y hoy, tristemente, esfumado.

Así empezó esta historia de casi dos décadas, en la que un caballo castaño, de crin larga y cola prolongada, acompañó a mi padre en esta parte del recorrido de su vida. Se convirtió en su compañero de los domingos; una relación tan estrecha que la química entre ellos nunca se distorsionó. Lo embrujaba con un saludo caluroso antes de montarlo, a la vez que le daba instrucciones sobre el itinerario del día.

Desde la primera montada, Chester calibró a su jinete y se dio cuenta de que por la enfermedad neurológica que había padecido, las instrucciones de la mano derecha no tenían la rapidez y agilidad de la izquierda. Sin embargo, su carácter superior le permitía mantener el pulso firme; y después de unas sesiones, cual experimentados terapistas, caballo y jinete se entendían perfectamente.

Fueron muchos los secretos compartidos con este castaño capón: los logros alcanzados (por mis padres) y los propósitos fugados; la alegría por la escalera ascendente de sus hijos, y la tristeza que lo embargaba cuando resbalaban. Los domingos hablaban sobre cada uno de ellos y pedían que aprendieran a manejar con sensatez e inteligencia sus flaquezas –como la de su mano–. Disfrutó mucho de sus logros, pero, sobre todo, aquellos que le permitían mantener vivos los viejos tiempos “burgueros”, cuando entre el partido conservador y su familia existía una entrañable comunión de propósitos sociales. ¡Cómo disfrutaron esos triunfos y cómo entendieron –tarde– lo efímero que eran los logros políticos! Con resignación aceptaron la ingratitud, pero jamás entendieron la feria de las deslealtades que eligieron sus recomendados.

La transparente verticalidad de su proceder, su deleite por las finas tajadas fritas de plátano verde –cual moneda delgada de chocolate– y el olor a Jean Marie Farina –aun en los pañuelos recién lavados– fueron las características de su personalidad que Chester reconoció. Respetuoso de las tradiciones –como su temperamento– nunca las cambió.

Un hecho marcó el último domingo de terapia: su pie falló y no pudo sacar la bota del estribo. Su fiel Chester se asustó y, sin intención, lo arrastró varios metros. Se acercaba mi padre a los 80 años, y esa fue la última vez que montó a su inseparable compañero. Para mí fue fácil hacer pareja con Chester, a pesar de que él notó algunas diferencias; pero la esencia del nuevo jinete traslucía los valores y principios de quien había llevado a lomos durante los últimos 12 años.

Ayer cabalgué con Chester. Lo sentí triste, cansado, sin el natural brío que lo impulsaba a acercarse al ganado, y con tanta ansiedad por regresar a casa que su respiración se hacía jadeante y estertorosa. Lo dejé que se reposara bajo la sombra en el corral, y se me ocurrió que quizá una conversación con el viejo centauro lo animaría y le devolvería la alegría esquiva de las últimas semanas. Con bastón y lazarillo, y marcha temblorosa, llegó mi padre al corral a dialogar con Chester.

No olvidaré nunca esa escena; los ojos de ambos se iluminaron y en fracción de segundos recordaron esos tiempos inolvidables cuando la tristeza del uno la combatía la felicidad del otro. No obstante, a estas alturas ya no había fuerzas; ninguno tenía la energía transmisora de vitalidad que los había unido, y comprendieron en el momento de la despedida que había llegado el tiempo de volverse a los cuarteles de invierno. Chester descansaría pastando suave frente a una de las ciénagas del Sinú, y mi padre rodeado del cariño de sus hijos y de la admiración de sus nietos, se apagará sereno cuando desde el cielo baje el soplo final de su existencia.

Y yo …le daré gracias a Dios por tener mi corcel Belmonte.

P.D. Chester se apagó bajo las lluvias de abril del 2012 y mi padre el 22 de agosto de ese mismo año, cuando las aguas se habían acrecentado. Tan conectados que juntos partieron.

Nota: Texto tomado del original que escribí antes de morir mi padre, mirando los bambús de la Ermita. ¡Esa fue mi Universidad de la Vida! Dos decanos: mi abuelo y mi padre.