Marlyn Ahumada Yanet

Una noche de hace 25 años mi papá sufrió en la calle un inesperado accidente cerebral que por poco acaba con su vida. En un hospital del sur de Bogotá, adonde un buen samaritano lo había llevado, los médicos nos dijeron, a mis hermanos y a mí, que no había nada qué hacer. Que si existían los milagros, mi papá quedaría en estado de coma. Contra viento y marea lo trasladamos, confiando en que otro lugar nos ofreciera la ocurrencia de un milagro más prometedor. Estábamos desolados, cuando, pasadas las 11 de la noche, apareció el Dr. Remberto Burgos de la Espriella en la sala de espera de la Clínica Reina Sofía donde nos encontrábamos; se presentó como el neurocirujano que operaría a mi papá, y nos dijo, con voz pausada pero firme, que sí había mucho por hacer, empezando por drenarle la sangre que inundaba su cerebro. Escuchamos las frases justas para enjugar nuestras lágrimas.

Unos meses después me correspondió el turno familiar de acompañar a mi papá a un control médico. En una charla casual, que las más de las veces le son esquivas por sus múltiples ocupaciones, el doctor Burgos descubrió en mí a una buena partner en su imparable y solitaria labor de intentar inculcar entre sus pupilos la necesidad de querer convertirse en profesionales integrales. De esos que no solo se desempeñan bien en su oficio, sino que se apasionan por las artes, por las letras y por actividades que aparentemente nada les aportarían a sus carreras o a su ser humano. Me invitó a dictarles a los neurocirujanos que se inscribieran, un taller de redacción en Cúcuta, donde se llevaría a cabo el congreso anual de la Asociación Colombiana de Neurocirugía, a la sazón presidida por él.

La invitación me asombró sobremanera. No porque la considerara un disparate, sino por su rareza inherente: ¡provenir de un neurocirujano! En Colombia ni los médicos, ni los abogados, ni los arquitectos, ni los ingenieros, ni los periodistas… se esfuerzan por aprender a escribir bien. Ni siquiera las universidades les dictan la materia de “redacción” a sus estudiantes. Por eso hay leyes ambiguas, informes inentendibles, proyectos desafortunados, ideas invendibles, recetas y formulaciones ininteligibles, artículos presuntuosos, noticias mal informadas… (Permítanme una breve digresión: después de esa invitación del Dr. Burgos solo he recibido una más para dictarles un taller de redacción a profesionales que no son comunicadores sociales. Me la hizo una ONG alemana que me pidió enseñarles a escribir a sus abogados colombianos).

Años después el doctor Burgos me ofreció ser su coautora en el libro Neurocirugía en Colombia: 50 años de Asociación, y esa condición me brindó la oportunidad de trabajar más de cerca con él, y verlo sumarle a su innatismo narrador de cuentos e historias, la disciplina, la dedicación y la pasión por alcanzar el arte de escribir con perfección literaria. Él sabe que es posible imprimirles con lujo a las letras sus ideas, heredar generoso sobre el papel sus conocimientos, expresar con tinta indeleble su pensamiento contundente en un lenguaje único, atractivo, motivante, conciliador…

Son contados los seres humanos en los que se conjugan, simultáneas, la pasión, la sabiduría, el conocimiento, el entendimiento, el carácter, la cultura, la sencillez y la humildad. El Doctor Remberto Burgos de la Espriella es uno de ellos. Un hombre de extraordinaria destreza médica y excepcionales virtudes humanas puestas al servicio de los colombianos. ¡Qué digo!: De la humanidad.

Esta compilación de escritos que tengo el honor de presentar, así lo revelan. Este libro que bien podría llamarse “El cerebro de Colombia en las manos de un neurocirujano” por la increíble habilidad del doctor Burgos de auscultar al país, diagnosticar su realidad a partir del pensamiento y las ejecuciones de sus gobernantes y hacedores de política, y sugerir el tratamiento quirúrgico adecuado para aliviar sus dolencias. Todo explicado en un lenguaje coloquial, típico si se quiere, que lleva al lector a reconocer la idiosincrasia y los paisajes de su Córdoba natal.